Hace unos días escuché en la radio una intrascendente nota donde hacían referencia a un “errorcito” en la primera traducción hecha a la Biblia, en la cual San Jerónimo (Jerónimo de Estridón), a la postre considerado el patrono de los traductores, quien recibió el encargo del Sumo Pontífice Dámaso I de crear una versión en latín del libro sagrado, el cual hasta ese momento (siglo V D. C.) solo se podía leer en hebreo o en griego, lenguas que no eran del dominio popular, interpretó la palabra ‘mal’ en la expresión “no comerán del fruto del árbol del bien y del mal” como el sustantivo latín ‘malum’, que si bien sirve para hacer referencia a un acto negativo, también sirve para designar al fruto del manzano, causando que el nuevo público, el vulgo o pueblo, al leer la nueva versión de la biblia, adoptara el significado de manzana, convirtiendo desde entonces a esta inocente fruta en prohibida. Como consecuencia, el mito de la manzana se popularizó de tal forma, que hasta la misma iglesia acabó aceptándolo y renunciando a hacer algo por enmendarlo.
Si bien este dato no es un descubrimiento nuevo, si causó en mi, como traductor, no solo la reiteración sobre la responsabilidad que conlleva mi trabajo, algo que afortunadamente siempre he tenido claro, sino también una reflexión sobre el garrafal error que comenten quienes privilegian aspectos como el costo o la inmediatez (entiéndase “urgencia”) sobre la calidad de la traducción y la versatilidad del profesional a quien se encarga el trabajo, algo que nunca se logrará mediante ningún programa o algoritmo de traducción, tan en boga en nuestro tiempo, pues la verdadera traducción entraña, como su componente más importante, la interpretación contextual, algo que solo puede hacer un ser humano, y no uno cualquiera sino aquel que decide empaparse muy bien del tema sobre el que versa el texto que se traduce.
Si con el descrito no alcanza para ilustrarlo, basta con conducir una sencilla búsqueda en algún motor de internet para encontrar un buen número de ejemplos de errores de traducción que han causado giros importantes y hasta catastróficos en delicadas situaciones históricas. Eso, a pesar de que en la mayoría de esas situaciones los errores han sido cometidos por seres humanos. No alcanzo a imaginar las consecuencias si esas traducciones se hubieran hecho usando algún robot de estos a nuestra disposición hoy en día.
Es justo reconocer que buena parte de la culpa de la apatía con que nos miran los clientes hoy por hoy la tenemos nosotros mismos, o al menos una cantidad muy importante de quienes nos llamamos traductores, por una inconcebible laxitud y exceso (o en ocasiones falta) de confianza y, en los casos más severos, falta de preparación y conocimientos en alguno de los dos idiomas de la pareja involucrada (más frecuentemente respecto del idioma nativo), a lo cual se suma la aparición de un importante número de herramientas de traducción en línea, lo cual genera en ellos (los clientes) la falsa sensación de que es más fácil (y sobre todo más barato) usar alguna de estas herramientas, si el resultado que se va a obtener es prácticamente el mismo.
No pretendo con los anteriores comentarios descalificar de tajo a tales herramientas, cuya utilización es válida en entornos en los cuales apenas un mínimo de comprensión es requerido y la falta de exactitud no afecte sustancialmente alguna decisión o circunstancia. Es más, es un recurso válido para los traductores el intento de usar estas herramientas para agilizar su trabajo, pero sin perder de vista que el resultado debe ser, sin excepción alguna, sujeto de exhaustivo análisis y corrección para garantizar el nivel de calidad y estilo propio del traductor que las use.
Sin embargo, mis algo más de 35 años de experiencia realizando esta labor me han enseñado que en la mayoría de los casos, y de manera particular en el entorno empresarial y de negocios, para no hablar del ámbito legal, las traducciones no son simplemente una forma casual de entender algo que llegó a nosotros en otro idioma, pues lo traducido termina convirtiéndose en el instrumento sobre el cual actúa y toma decisiones todo tipo de usuarios en empresas, gobiernos, agencias, etc., razón por la cual no debe existir duda alguna sobre el significado de los términos empleados en el documento. Esto aplica para todo tipo de contextos, sean técnicos o no.
Todo lo anterior me lleva a varias conclusiones. La primera tiene que ver con el ejercicio mismo de la profesión, pues mientras los traductores no nos concienticemos del profesionalismo y celo con el cual debemos hacer nuestro trabajo, seguiremos perdiendo más y más clientes frente a las herramientas computarizadas y en línea. Así mismo, sería necesario, aunque no sé si ya es tarde para eso, buscar legalizar la profesionalización de nuestra disciplina, para evitar que gente sin verdadero conocimiento haga nuestro oficio, con resultados catastróficos para el prestigio de todos.
La segunda es que los clientes, de todos los tipos, tendrían que buscar que el trabajo que ordenan tenga la calidad requerida, a costos razonables y dentro de tiempos razonables, pues mientras los clientes busquen más economía y simultáneamente más rapidez, lo que precisamente van a lograr es fomentar el quehacer de esos “traductores” informales, que si hemos de ser justos cobran por lo que en realidad vale su mediocre trabajo, o terminarán usando las mencionadas herramientas tecnológicas en el convencimiento de que lo que obtienen por este medio les va a servir.
Si usted, amable lector que puede requerir en cualquier momento una traducción, no quiere que sus “manzanas” terminen siendo la fruta prohibida, mi consejo es que busque personal realmente calificado y con suficiente experiencia para encargarles el trabajo. Como en todas las profesiones y oficios, la calidad no se improvisa.