Hace 26 años, nuestro hermoso país estaba viviendo una de sus más negras épocas, todo por cuenta de la intención de los malos de impedir que los buenos los echarán a los tigres.
Para quienes no tuvieron que vivir esa época, o no lo recuerdan, los narcos de ese tiempo, cuyo representante máximo era Pablo Escobar, se dedicaron a convencer al gobierno de turno a punta de bombazos de no extraditarlos a los Estados Unidos, porque para ellos era «preferible una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos».
Por aquella época yo estaba recién casado y a punto de que naciera mi hijo, y semejante acorralada que nos pegaron estos vándalos a los desprevenidos ciudadanos de bien que no teníamos arte ni parte en esa guerra caló profundamente en mí, llenándome, lo digo sin pena, de un miedo paralizante.
El atentado que para mí se convirtió en la insignia de la época fue el del Centro 93, por su tamaño y poder destructivo y porque fue directo al corazón de la sociedad civil. Como resultado del mismo, surgió la necesidad de volcar mis pensamientos en un cuento corto, al que di el nombre de «Cumpleaños» (ya entenderá el amable lector por qué). Los acontecimientos de los últimos días han puesto de moda el tema y mi cuento, que presento a mis lectores esperando sea de su agrado.
CUMPLEAÑOS
“Mi madre y mi hija se pondrán felices con la noticia de la casa nueva que les voy a comprar”, pensaba con alegría José Luis mientras conducía el automóvil que le había sido entregado hacía apenas un rato. “En cuanto termine este trabajo y pueda cobrar mi paga, voy directamente a hacer las vueltas para comprarla y les llego ya con los papeles, para que me crean”. Mientras esto pensaba, conducía el vehículo en medio del pesado tráfico, esquivando con maniobras de conductor experto los baches del camino. A sabiendas del riesgo que corría, estaba totalmente tranquilo y se desenvolvía con total pericia, como todo un profesional. “Mañana es mi cumpleaños. ¡Dios, qué regalo me voy a dar! Estoy ansioso por ver las caras de alegría de mis dos mujeres adoradas.”
En otra parte de la ciudad, Catalina, una señora de edad avanzada, cepillaba los cabellos de su nieta de cinco años, Laura, una pequeña rubia con ojos color de miel y hermosa sonrisa que nunca quitaba de su rostro. “Ahoritica salimos y vamos al centro comercial del norte. Con los ahorritos que tengo de la platica que me dio su papá el mes pasado, vamos a ver qué le compramos, porque mañana está de cumpleaños. También tenemos que comprar una tortica y un vinito de manzana, porque no alcanza para más. ¡Es tan bueno mi muchacho! Siempre esforzándose por conseguir unos pesos, aunque tenga que estar lejos de nosotras por tanto tiempo. Ojalá venga para poder celebrarle el cumpleaños…”
“Si, si, abuelita. Mi papi me dijo que venía hoy o mañana y yo quiero abrazarlo y darle su regalo”, la interrumpió Laura. “¿Nos vamos ya?”
Y sin más, salieron apresuradamente de la casa, no sin antes asegurarse de cerrar bien todas las puertas y ventanas. Tuvieron que correr, pues en la esquina vieron la buseta que las llevaría al centro comercial donde harían las proyectadas compras.
Hábil conocedor de la ciudad, José Luis evitaba las congestiones de tráfico, pero con cuidado suficiente para no llamar la atención. Utilizando corredores viales alternos, llegó al centro comercial del norte un poco antes del medio día. Con un poco de suerte, ingresó al aparcadero sin problema y empezó a buscar un sitio donde estacionar el vehículo. Tuvo que dar unas cuantas vueltas muy despacio, hasta encontrar un lugar libre cerca de la plataforma de acceso principal de la enorme mole. Cuando detuvo el vehículo, había una gran cantidad de personas entrando y saliendo del centro comercial.
Con calma, se agachó, metió la mano bajo su asiento y ubicó el pequeño botón allí instalado, y lo accionó. Salió del vehículo, cerrándolo con llave, y se marchó de allí. Entró al centro comercial, miró unas cuantas vitrinas y luego salió por una puerta lateral alejada del sitio donde había dejado el vehículo.
Mientras él salía, Catalina y su nieta descendían de la buseta que las dejó frente al centro comercial, y se detuvieron un instante, antes de entrar, a comprar unas cocadas, que eran golosina preferida de las dos. Luego, entraron por la rampa principal.
A cinco cuadras de allí, José Luis iba caminando, alejándose del lugar. Como un acto natural, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y cogió un pequeño artefacto que parecía un radio transistor. Sacó la antena, pensó un momento y recordó la paga que recogería un poco más tarde, si todo salía bien. Entonces, encendió el aparato y pulsó un pequeño botón que éste tenía en el centro…
——————-
Eran las nueve de la mañana del día de su cumpleaños, cuando José Luis se atrevió a dejar el hotel de mala muerte donde se había escondido la tarde y noche anteriores. Su rostro mostraba las huellas de una noche sin conciliar el sueño, y le faltaba afeitarse. En su mano, llevaba un maletín negro donde había una cantidad tal de dinero, que José Luis estaba seguro de no haber tenido tanto en toda su vida. Detuvo un taxi y le indicó al conductor la dirección de su casa.
José Luis abrió la puerta de su casa, y le extrañó encontrar todo cerrado y asegurado. Usualmente, a esta hora su madre se encontraría preparando el almuerzo y saldría a recibirlo con un “Dios me lo bendiga, mijo.” Hoy todo era silencio. Recorrió toda la casa en busca de su madre y de su hija, sin hallarlas. Supuso que habrían salido a comprar lo del almuerzo y decidió darse un baño, afeitarse y ponerse a ver televisión mientras llegaban.
Cuando se hubo aseado, encendió la televisión y quiso ver el noticiero. La pantalla estaba inundada con las escenas del último atentado terrorista en la ciudad. Según decían, por órdenes del gran capo de la mafia habían colocado un carro-bomba en el centro comercial del norte. Había treinta y dos muertos hasta ese momento, y más de doscientas personas heridas. De los muertos, solo habían podido identificar a trece. Dando muestras de consternación, el presentador inició la lectura de la lista de los muertos identificados. Una serie de nombres carentes de sentido para José Luis, hasta que el hombre de la televisión mencionó dos que le hicieron dar un brinco: Catalina Burbano de Ruiz, de 65 años, y Laura Ruiz Saldaña, de cinco años.
José Luis salió desesperado de la sala y fue al cuarto de la pequeña Laura, con la visión atiborrada de imágenes espeluznantes y un dolor que le partía el alma. Le pareció verla y preguntarle: “¿Por qué, papi?”. Tomó su pistola de 9 mm y se descerrajó un tiro en la boca. Cayó, derribando el escritorio de la niña. A su lado, en medio del charco de sangre, aterrizó un papel escrito con los multicolores garabatos infantiles de Laura, que decía: “Feliz cumpleaños, Papito”.
La muerte, una muerte que él engendró, había venido a darle su regalo.