Al hablar de comunicación, oral o escrita, el peor enemigo es la falta de claridad, es decir, la incapacidad de transmitir de manera fidedigna la idea sin enredar a los lectores o a la audiencia. Y aunque algunos piensen que la claridad es un concepto relativo, que depende de cada receptor, en realidad no lo es.

La claridad depende de dos grandes factores: el primero está atado a la mente del comunicador, al orden de sus pensamientos, al conocimiento del tema del cual habla, a su entendimiento del mismo y a su convicción frente a lo que está comunicando. El segundo está atado a la forma como el comunicador use el medio que tiene para comunicar: el lenguaje. Para el caso del primer factor, cada persona tiene su forma de pensar y elaborar; sin embargo, el éxito depende de tener disciplina para mantener el orden en sus pensamientos y para dominar lo que quiere transmitir. Para el caso del segundo factor, el lenguaje tiene todas las reglas necesarias para transmitir adecuadamente, reglas que a la mayoría de nosotros nos han sido entregadas desde la primaria.

Además, la claridad se logra solo cuando se combinan los dos factores. Es decir, tener orden en los pensamientos y dominio del tema, pero no dominar las reglas (al menos las básicas) del lenguaje, no garantiza que lo comunicado sea claro. De igual forma, no sirve de mucho dominar las reglas del lenguaje si no hay orden en los pensamientos y/o no se domina el tema. Y, para aclarar, cuando hablo de “dominar el tema” no me refiero a ser eruditos en alguna materia, sino a saber lo que queremos transmitir.  Por si lo anterior fuera poco, la combinación de los dos factores genera un efecto sinérgico, que da fuerza, poder, a las palabras.

Algo que siempre ha llamado mi atención es el hecho de que, para un gran porcentaje de la población, el hacerse entender correctamente, ya sea hablando o escribiendo, no sea un asunto de primera prioridad.

Cuando estaba en mis primeros años de colegio, por algún tiempo yo también (sí, también) creía que la clase de español era innecesaria, porque “a mí me enseñaron a hablar en casa” – y considerando que aprendí a leer a los 3 años, al llegar al colegio a los 6 esa era materia cumplida – y, por lo tanto, no era importante prestarle atención. Afortunadamente, en tercero de primaria, como lo llamábamos en esa época, un profesor, quien dictaba español e inglés, despertó mi amor por el idioma (por ambos, en realidad) y me permitió descubrir y desarrollar mi fortaleza en su manejo.

Es bastante fácil, y en la mayoría de los casos correcto, asignarle la culpa de esa falta de interés a los profesores, quienes no se esforzaban por captar, en esos primeros años de la vida, nuestro interés ni por hacernos entender la importancia de lo que nos enseñaban, conformándose con que “aprendiéramos” las cosas de memoria, ya por repetición, ya por miedo a los castigos.

Pero, hasta ahí. La misma tesis le sería aplicable en algún momento a los profesores de cualquier otra materia o, incluso, a nuestros padres respecto de nuestras falencias de carácter. Y, sí, hay mucha gente que se queda en eso, en repartir culpas por sus carencias y en apoyarse en la – en mi opinión, detestable – frase “es que así soy yo y no puedo cambiar”, la cual blanden atrevidamente como escudo cuando se ven enfrentados a sus realidades. Eso ocurre en algún porcentaje en casi todas las áreas del conocimiento (y de la vida, de paso) pero en ninguna tanto como en lo referente al idioma. El propio, por supuesto. Ni hablar de alguno extranjero…

Es incomprensible es que se piense así cuando, si bien la carencia en las matemáticas, por ejemplo, no representa un impedimento para que una persona trascurra con éxito por la vida, la capacidad de comunicarse, por el contrario, sí resulta indispensable (excepto, quizás, para los monjes ascetas del Tíbet) para una vida exitosa, tanto en lo personal como en lo profesional; sin embargo, muchas personas se conforman con balbucear o garabatear oraciones (o lo que ellos creen que lo son), con la falsa seguridad de estarse haciendo entender (“Pero me entendió, ¿cierto?”  ¿les suena?), pero, en realidad, solo se ridiculizan a sí mismos y dejan al descubierto su ignorancia al respecto, y toda su sorna no logra evitarlo ni un poco. Y, aclaro, no se trata de satanizar por no saber, pero sí por darse excusas para permanecer sin saber.

Ahora, bien, ¿cómo solucionamos el problema de la claridad? En realidad, no puedo decir que sea tarea fácil, pero con seguridad no es imposible. De una parte, frente al primer factor, es decir, la claridad y orden de los pensamientos, no pretenderé ser irrespetuoso ni con ustedes ni con  la ciencia creyendo que tengo la fórmula para “pensar bien”. Sin embargo, si tengo un par de trucos que pueden ayudar a la hora de comunicar, y principalmente cuando se trata de escribir, porque es cuando tenemos más tiempo para hacerlo y no debemos improvisar, aunque la práctica termina ayudando también con eso.

El primero de ellos es hacer una lluvia de ideas, bajar, descargar en un papel los pensamientos que nos surgen respecto de todo lo que queremos decir. Sin orden. Sin importar si no suenan.

El segundo es lo que yo llamo la “fórmula del orden”. Tiene que ver con la estructura que daremos a nuestro texto. La que a mi me ha funcionado siempre y por eso la defiendo a muerte es: Introducción à Desarrollo à Conclusión. Hay quienes aseguran que en cierto contexto se deben presentar primero las conclusiones, pero yo estoy seguro de que la forma de evitar al lector (o interlocutor) un gran esfuerzo para entender es ambientar y desarrollar todo antes de llegar a las conclusiones.

Con esto en mente, lo siguiente es ordenar las ideas que recogimos en la lluvia de ideas bajo cada uno de los tres pasos de la fórmula y así tendremos unos insumos ordenados que facilitarán la redacción.

El segundo factor debería poderse dominar de manera más fácil, ya que el idioma tiene sus reglas, con las cuales, si se siguen de manera estricta, garantizan 100% de éxito. No es que aprender y manejar todas las reglas sea fácil, pero se trata de reglas concretas ante las cuales no cabe improvisar.

Tales reglas se compendian en la gramática.  Y en el español, la gramática  se divide en cinco ramas bien definidas:

  • Fonética y fonología, las cuales se ocupan de los sonidos del idioma, cómo se producen y cómo se combinan para formar palabras.
  • Morfología, la cual define la estructura de las palabras, cómo se forman y  las diferentes formas que adquieren, como género y número.
  • Semántica, cuya función es definir el significado de las palabras.
  • Sintaxis, que estructura las reglas, orden y relaciones mediante las cuales se combinan las palabras para formar frases y oraciones.
  • Ortografía, la cual rige el uso correcto de todos los símbolos y signos del idioma.

Estoy convencido de que, para la mayoría, sus carencias frente a una buena redacción se deben a los vacíos que quedaron en sus primeros años de estudio, cuando el español solo parecía relleno y pérdida de tiempo. Así que mi método docente siempre se ha basado en reconstruir esas bases.

En próximas entregas trataré de sintetizar estas reglas y brindar pautas y consejos para mejorar la redacción.

Quiero cerrar con una reflexión: La redacción es comparable al vestido que usamos. Puede ser seria, elegante, académica o bien descomplicada y festiva, pero siempre hablará de nosotros, de quienes somos, tan claro como nuestro vestido. Vale la pena esforzarse para verse bien, ¿cierto?

¡Hasta pronto!

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